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Renovación ritual del poder

vía El Economista.

A estas alturas del sexenio del presidente López Obrador ha quedado claro que, para él, la ley es más un estorbo que el fundamento de su autoridad. El ciudadano Andrés Manuel López Obrador tiene potestad porque durante seis años detentará el cargo de presidente de los Estados Unidos Mexicanos; así, el poder deviene del cargo y no de la persona de López Obrador. A su vez, la autoridad y atribuciones del presidente de la República emanan de la Constitución y las leyes, y está expresamente impedido para realizar cualquier acto para el que no tenga facultades expresas. Lo mismo aplica para el caso de todos los funcionarios públicos: una vez que concluyan su encargo, perderán toda potestad.

Lo dicho en el párrafo anterior parece y es una obviedad, pero en mis ya largos años de práctica profesional he constatado que la gran mayoría de los funcionarios públicos (no me gusta llamarles servidores porque muchos no sirven para nada), en la borrachera del poder, llegan a identificar su persona con el cargo que detentan y empiezan a comportarse como si el poder no fuera efímero. La presente administración, desafortunadamente repleta de ignorantes advenedizos e incompetentes, ha magnificado el fenómeno al grado de pretender que el capricho y el dislate están por encima de la ley.

López Obrador no es el primero ni será el último presidente que ante el ocaso del poder pretenda aferrarse a él. Sin duda, buscará un Maximato, cosa que nadie ha logrado después de Plutarco Elías Calles. El poder presidencial en México tiene algo de caníbal. Tan pronto se empieza a percibir el declive del presidente, su grupo más compacto y hasta entonces fieles seguidores empiezan a maquinar su defenestración paulatina, que se concreta siempre el día de la toma de posesión del nuevo presidente. ¡El rey ha muerto, viva el rey!

Es cierto que éste ha sido un sexenio muy poco convencional, en el que el presidente ha pretendido someter a los otros poderes y eliminar contrapesos, en el afán de restaurar el régimen presidencialista y omnímodo del PRI de los años setenta, aquel al que un joven López Obrador dedicó loas y hasta un himno. Sin embargo, la profunda vena autoritaria que todavía palpita en la sociedad mexicana no se entrega a cualquiera ni de manera gratuita. Desde hace casi cien años, el poder (casi) absoluto se deposita en el presidente con una única condición: es temporal. Si el presidente saliente no lo acepta de buena gana, su destino es el destierro. Ejemplos sobran.

Esta renovación ritual del poder en México está tan arraigada en nuestra cultura que nadie puede escapar a su sino, y no creo que López Obrador vaya a ser la excepción. Ya sea por el triunfo de la oposición o por maquinaciones de aquellos que él considera más fieles, el poder le será arrancado en el momento mismo en que la banda presidencial sea transferida a otra persona. Así ha sido, así es y así será.

Con la renovación del poder vendrá una renovación de las ideas que han marcado el rumbo de este gobierno, no tanto porque el nuevo tlatoani pueda tener una visión distinta a la arraigada y caduca ideología de López Obrador, sino porque el poder mismo le exigirá distanciarse de su antecesor para ser ejercido en plenitud. La pretensión transexenal de López Obrador no tendrá más éxito que la que tuvo la de Salinas. No obstante, la sombra de la demolición institucional que está llevando a cabo el presente gobierno enturbiará el ejercicio del próximo, independientemente de quién lo encabece.

El poder y las manías del obradorato se habrán ido, pero dejarán una estela de destrucción que marcará a su sucesor, quien, si bien nos va, tendrá un gobierno mediocre como el de Miguel de la Madrid. La borrachera ha sido monumental, la cruda será peor.

@gsoriag

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